Nuestro hombre lleva unas gafas que adornan un rostro redondo y feliz, mientras sus manos descansan cruzadas sobre su regazo, como si fueran una extensión natural del sofá mismo.
Exhibe una sonrisa radiante, como si encontrara un deleite inexplicable en la escena surrealista de la que es participe. Su mirada, fija en un horizonte invisible, transmite una sensación de candidez y satisfacción que emanan de lo más profundo de su ser. Pareciera que ha descubierto un secreto cósmico al dejarse succionar por el sillón vegetal de su hogar.
De la pared, al fondo, cuelga una gran fotografía en blanco y negro que muestra un parterre dentro de un jardín donde se erige al fondo una majestuosa estatua romana. Ésta, con su noble presencia, parece observar con calma el fluir del tiempo con una serenidad eterna.
Tomás, también en blanco y negro, en contraste con rojo subido del sofá que lo metamorfosea, parece experimentar una conexión profunda y sentirse parte de algo más grande, algo etéreo y sublime que lo envuelve. Y en su sonrisa, en su mirada perdida en el infinito, se refleja la dicha de haber encontrado un rincón de armonía en el mundo caótico que lo rodea.
Texto: María Victoria Diez San Emetrio.
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